cuento de los yunques... para taller literario, contactarse a artistasenlucha@gmail.com.
Se afana por mantener su cuello en la clandestinidad -según dicen en reivindicación de su pasado montonero- pues luego de numerosas cirugías faciales son incontables los repliegues de piel, los pellejos colgantes, que asoman por sobre su ropa, debajo de su faz estirada. Esta parecía ser la mejor opción ante la propuesta de ocultarlos detrás de sus orejas, anudados en forma de moño.
La mitad de los cronistas dedicados a estudiar sus labores diarias la denominan por el apellido de su cónyuge, aunque en los altos círculos ilustrados se diga que la magia en su pareja no es precisamente digna de un espectáculo (si es que alguna vez lo fue).
Lo anterior, en realidad la incomoda bastante, pero no por la velada falta de acción sino por que la atormentan problemas de autoestima y doble personalidad a los que esta manera de referirse a su persona parecen enmarañar aún más.
A esta altura de su vida ya no encuentra consuelo en lo apetitos terrenales de la carne -a la cuál, por otro lado, es una de las pocas personas en este país que aún le saca provecho-.
Goza de sus paseos a lo largo de la residencia prestada -con alquiler gratuito, pagado por todos los demás habitantes del país- en la que se hospeda durante la semana.
Se le atribuyen ciertas fantasias dinásticas cuando simula, en su interior, reconstrucciones teatrales en las -con la peluca rubia calzada- se adjudica la impostura de cierta referencia pasada a la que le han dedicado películas y libros por cantidades industriales... Aunque aún era niña cuando eran sus próceres (la Eva y el General) los que la habitaban.
Hay quienes aseguran que interrumpe el silencio de las noches, desde los balcones, canturreando 'don´t cry for me Argentina', horrorizada por los sobresaltos que suele sufrir cuando despierta, desprevenida, junto a la cara malformada de su marido... con quien las malas lenguas dicen que la une mucho más o mucho menos que las razones sentimentales.
Jorge camina, ya sin sentir las piernas. Se aproxima a la estación que lo acercara a su casa. Tres hijas esperan ansiosas su llegada. Tiene a su cargo la cena, el almuerzo, el desayuno, la merienda. Desgastado por su larga jornada de trabajo, piensa también en útiles, guardapolvos y medicamentos.Suele recordar lo que era tener una entrada fija para el hogar, la tranquilidad a fin de mes. Rememora, al observar talleres textiles, su momento de trabajador asalariado. Cuando no lidiaba con los aprietes policiales ni con decretos que lo dejan sin lugar donde ganarse el pan.
El es un inmigrante, que vino como tantos otros en la historia argentina a trabajar para nuestro país. Pero su objetivo y el de sus compatriotas es muy distinto al de los inmigrantes de antaño.No vino a 'hacerse la America', a buscar un mundo nuevo. Vino de un país muy cercano en busca de su supervivencia y la de su familia. Tenía mucho en su país: estudio, vocación y voluntad de trabajar. Pero vino porque no tenía forma de sobrevivir, lo tenía todo pero en potencia. Acá no tiene nada, salvo la posibilidad de comer él y de dar de comer a su familia. Y todo esto lo tiene a cambio de dejar 10 horas diarias su salud y su tiempo, los mejores años de su vida, para que otros vivan como él no va a vivir nunca; para que otros disfruten del confort de los departamentos que construye a cambio de un par de chapas que no paran ni la lluvia ni el frío.}La mujer -cargada de tiempo libre-, mientras es asistida por su estilista, recuerda a través del espejo nostálgicamente cada pellejo arrancado de su rostro. Sí, también añora sus arruguitas. Podríamos decir que una arruguita en el rostro de una persona nació de una anécdota, de un año más en el mundo, de una historia, de momentos buenos o malos, porque son como las cicatrices, marcas profundas que se producen por la historia de las personas.
Paradójica pero razonable nos resulta la interrelación que mantiene la mujer con sus innumerables pellejos, los ya extirpados y los a extirpar. Y de hecho ella los ama y odia, por un lado, al extirparlos juega a contrarreloj por mantener estática, inmóvil -carente de vida- su condición actual, la cual le genera mucha comodidad y intenta de esa manera desconocer el carácter inevitable de los hechos que suceden, y por el otro, en el momento en que le hacen el brushing se pregunta por su verdadero rostro a su edad, sin modificaciones.
Ve su boca y a la vez piensa con cierta incertidumbre en la que crearon sus padres nueve meses antes de su impulsión al mundo. Pero prefiere deshacerse de esos planteos que le generarían a la larga más malformaciones en su rostro si es que se hace de este asunto un problema, por lo que concluye el debate consigo misma bajo la consigna de vivir al máximo durante 4 años y luego darse por jubilada y comenzar a cobrar indemnizaciones al resto de la sociedad.
Lo que ella ahora ve en su boca -y le resulta picardía de su parte- es la cantidad de bucales que ha realizado entre viajes al exterior en el ultimo tiempo. Más le llena de orgullo y hasta le excita la idea de saber que son bucales representativos y democráticos, son bucales para salir del infierno. Entonces se enorgullece, lo que da lugar a la relajación de sus músculos faciales viejos y entorpecidos sólo por dentro. En realidad esta mujer es una depravada ninfómana, la real encarnación de la señora de Saint-Ange creada por el Marqués de Sade en 'Filosofía en el Tocador'. Pero sin embargo es selectiva y estructurada a la hora de elegir a sus múltiples pretendientes y el parámetro especial no está dado a la buena de Dios.
El imaginario común que todos tenemos al hablar de depravadas ninfómanas es que la elección se basa en relación con el tamaño, color, anchura, textura o sabor de los órganos sexuales que ella impunemente se introduce en la boca y el resto total de orificios posibles, pero la señora es toda una ramera de vocación; neo-libertaria y exótica y prefiere realizar catación de billetera y capitales accionarios antes que distinguir el sexo y los géneros. En la distracción se resbala al cuello un chorro de saliva que la mujerzuela dejó caer con imprudencia pensando en esto último. Quería pasar por inadvertida, pero comenzó a ratonearse discretamente -no podía hacer mucho ruido frente a su asesora estilista- fantaseando en los próximos viajes.
Jorge todavía está volviendo a casa. Se embarra el calzado introduciéndose entre callejuelas apenas esclarecidas por lamparitas que cuelgan rústicamente de las precarias paredes de las casas. Esa oscuridad casi total las hace brillar en el paisaje como retazos de luz metidos en frasquitos. Allá en el barrio no hay muchos edificios, y los techos bajos hacen que el cielo se muestre por completo, aunque también a la vez hace al cielo de los vecinos del barrio mucho más lejos de la tierra que en el centro de la ciudad.
Él se preguntaba si todo esto tenía algo que ver con Dios, el tema del alejamiento del cielo en estos barrios. Quién iba a pensar que esa noche entera no dormiría, que llegaría encontrando a sus dos hijas en el intento de socorrer a la del medio, quien gritaba de dolor, con lágrimas en los ojos, convulsionada y herida por un balazo inintencional, que la ambulancia que llamarían nunca llegaría por considerar inseguros esos pagos, y que perdería una de las tres razones para vivir todos los días, viendo ante sus ojos que su querida hija se desangraría esperando a ser atendida en el hospital público menos lejano, hasta convertirse en cadáver, en cuerpo muerto, en otro pellejito de Cristina.
domingo, 3 de agosto de 2008
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